El puerperio es un periodo de duración indeterminada que empieza cuando tienes un hijo y termina... bueno, tarde o temprano termina, eso seguro!! Se caracteriza por un cansancio traidor que te asalta cuando menos te lo esperas dejándote K.O. en cuestión de segundos y que alterna con despliegues de energía impropios de un ser humano al límite de su resistencia, una empanada mental nivel apocalipsis que puedes más o menos llevar con dignidad achacándola a las hormonas, y cambios de humor tan divertidos como desesperantes, depende del momento y la comprensión de los presentes.
Empiezo aclarando esto porque aunque parezca mentira hay quien no sabe lo que es el puerperio, incluso hay quien pasa su primer puerperio sin enterarse de que toda esa locura tiene un nombre (y no miro a nadie... ¡porque no tengo un espejo a mano!). Es una época de cambios, algunos tan evidentes que se le ocurren a cualquiera, como ese pequeño ser indefenso que aparece en casa para quedarse, otros bastante más sutiles, y algunos de esos cambios son bien puñeteros de asimilar: que si ya no duermes una mierda que valga, que si te interrumpen todas las comidas todos los días para cambiar un pañal cagado, que si necesitas tres cuartos de hora para salir de casa y aún así se te olvida llevar una muda de recambio y justo entonces hay un desbordamiento de pañal...
Pero yo quiero hablar de las cosas buenas del puerperio, que las tiene y muchas. Y no me refiero a la alegría de un nuevo hijo, no, sino a ciertas pequeñeces que tienden a pasar desapercibidas en medio de tantas emociones. Veamos...
* Vuelves a poder tumbarte boca abajo, que no es que sea una cuestión de vida o muerte, pero tiene su punto. Ni un culín de sidra, ni un bocata de jamón, ni saltar en parapente, lo que más echaba de menos durante los últimos meses de embarazo ¡era tumbarme boca abajo un rato!
* Un buen día te miras los pies al ponerte los calcetines (¡eh, mira, otra alegría! ¡te ves los pies!) y descubres que vuelves a tener tobillos. Es una alegría difícil de entender para quien no haya pasado por la fase sin tobillos al final del embarazo, yo personalmente envidio a las preñadas que no sufren la pérdida de tobillos tanto como las compadezco por perderse el reencuentro un tiempo después. El día que me vi los tobillos, ahí, donde siempre habían estado, sanos y salvos por fin, me apeteció bailar de alegría. Y bailé, para qué negarlo, entre el retrete y la mampara de la ducha, con los calcetines sin poner. Felicidad en estado puro.
* Descubres que puedes tener una teta el doble de grande que la otra, y al cabo de unas horas hasta pueden cambiar los papeles. No es que suponga una alegría, pero es divertido. También acabas descubriendo que puedes evitar la asimetría engañando un poco al bebé y poniéndolo en la teta que te interesa rebajar, que hay que reconocer que ciertos escotes quedan fatal con un melón y una mandarina. Te sientes un poco dios, modelando la carne.
* Vestirse cada día ya no es una rutina, sino una sorpresa tras otra: camiseta que no sirve porque no cabe la pechonalidad, pantalón que no sirve porque se cae, otra camiseta que no sirve porque no sale la teta, calcetines estirajados de la época sin tobillos, pantalón que vuelve a servir después de no quieras pensar cuántos años... Puede haber quien considere esto un coñazo, o quien lo solucione plantándose en una tienda y renovando armario y listo, pero a mí me hace gracia esto de las sorpresas por la mañana, y como no me importa demasiado andar con ropa desparejada, o que me queda grande, o vieja revieja, pues lo paso bien.
*El día que dejas de sangrar te sientes como si hubieras ganado un oro olímpico. Vete a saber por qué, si no tiene mérito ninguno, pero ¡qué subidón! Y como de pronto ya no necesitas cambiar compresas, te encuentras con un descenso del nivel de estrés que sabe a gloria bendita. Debe de ser el caos hormonal el que hace que semejante tontería parezca tan maravillosa.
* Se acabó el racionamiento de líquidos al final del día. No más miedo a levantarse quince veces a mear a lo largo de la noche. Nada de eso. Ahora de hecho puedes estar bebiendo agua como un cosaco (bueno, como un cosaco abstemio, cosa harto rara, pero ya me entendéis!) y ni te acuerdas del retrete en horas ¡bendita lactancia! Ya no te planteas la posibilidad de esconder una bacinilla debajo de la cama para evitar el desplazamiento al baño, sino que dejas en la mesilla una botella de agua para aplacar la sed nocturna. Y la bebes. Y la rellenas y la vuelves a beber. ¡Y sigues sin mear!
¿Y sabéis qué? que hasta el cansancio tiene su parte buena, y es que te hace ver la realidad un pelín difuminada... sin mucho detalle... y los detalles buenos te los imaginas... y los malos haces como que no existen y tan feliz!!