26/7/12

Me escapo de casa

Últimamente tengo la sensación de ser la peor madre del mundo. Bueno, o por lo menos una de las peores... ¡y mira que me gusta pasar tiempo con los peques! Pero esta temporada está pudiendo conmigo.

Desde que me levanto de la cama, no hay un solo minuto del día en que pueda hacer algo sin ellos: desayuno esquivando coches que ruedan a toda velocidad por la mesa, me ducho mientras contesto a doscientas mil preguntas acerca de mi ropa, el jabón, mi culo y mi toalla, hago la cama por partes, según se mueve de un lado a otro uno de ellos, al que cada día le toca el turno de pisotear mi cama. Cocino de puntillas para no pisar ningún juguete (ni ninguna mano) porque no falla: en dos metros a mi alrededor hay permanentemente dos niños, 8 o 10 coches, media docena de playmobil con sus correspondienes complementos diminutos, una o dos canicas y, probablemente, algún animal de plástico.

Si bajo a tirar la basura, siempre hay un niño que no soporta la idea de no acompañarme. A veces los dos. Ahora mismo Nel intenta leer por encima de mi hombro lo que escribo -no lo consigue, le apago la pantalla-, y Chus pide que le ponga a Pocoyó.

Pero lo peor no es que sean mi sombra el día entero, no, lo peor es que se pasan el día peleándose, dándose gritos, llamándose de todo, golpeando las paredes con cualquier cosa, incluso pegándose. No atienden a razones, ni a palabras, ni a canciones, ni a mimos ni a nada. Es una guerra permanente: guerra para que desayunen, para que laven los dientes, para que se vistan, para que recojan, para salir, para volver, para comer, para bañarse... No puede ser sano estar todo el santo día discutiendo, no?

¿Y qué pasa al final? Pues que cuando tengo un rato libre lo único que no me apetece es compartirlo con ellos. No tengo ganas de jugar con ellos, ni de leerles cuentos, ni de hacer experimentos. Tengo ganas de leer -una novela-, de pensar -en silencio-, de escuchar música -en CD, no tocada en directo con dos cucharas-, de tumbarme -sin que me hagan cosquillas-

Y claro, no lo consigo. Sólo de noche, a partir de las 11, cuando por fin se duermen, me veo libre de obligaciones. Pero para disfrutar de esa sensación durante dos horas... se las quito al sueño. Y ellos madrugan... Total, que se me pone un humor que no me soporto ni yo.

Llega la hora de salir y preparo los bártulos de la piscina por inercia, los ayudo a prepararse y salimos, sin ninguna gana por mi parte.




Me siento prisionera ¿y qué hace cualquier buen prisionero? ¡Intentar escapar, por supuesto!

Pues eso, el sábado, después de no despegármelos ni con agua caliente hasta las 5 de la tarde, justo a esa hora, cuando tocaba una merienda rápida y poner rumbo a la pisci, cogí las llaves, me calcé, me despedí de los tres y salí de casa. Sola.

Caminé un rato en dirección a la piscina, cosas de la costumbre, y después me desvié por un camino cercano al río. Me paré a mirar el agua, a escuchar los pájaros, a observar el vuelo de una mariposa roja espectacular... ¡qué tranquila estaba! No me lo podía ni creer...


Por un momento me apeteció volver a casa y salir con ellos un rato, pero no me lo permití. Aún no. Seguí caminando hasta llegar a un pequeño lavadero...


Es uno de los rincones más frescos del pueblo. Me senté bien cerca del caño y dejé volar la mente...

Lo reconozco, casi todo el rato estuve pensando en lo mismo: qué puedo intentar para cambiar esta inercia, qué proponerles para que me den un poco de margen... no paraba de pensar en ellos. Pero no les estaba oyendo, y con eso me bastaba.


Y es que últimamente hasta de noche se hacen oir, eh, cada dos o tres horas hay gritos, llantos, intentos de encender la luz e irse a ver dibujos ¡aunque sean las 5 de la mañana!


Estuve unas dos horas por ahí, caminando, parando, daba igual. Y poco a poco dejé de sentirme prisionera. Volví a sentirme yo. Volví a desear oir sus ocurrencias y verles la cara. Volví a estar feliz de poder ser su madre. Y volví a casa.





Cuando llegué no había nadie, papá se los había llevado a jugar al balón. Y los esperé con ganas, mientras pelaba las flores de hipérico que había ido recogiendo aquí y allá (había leído la entrada sobre el aceite de hipérico de La Pantigana, y aunque no conocía la planta... resultó ser muy identificable, y había un montón!).


Llegaron de la calle tan coloradinos, tan contentos de verme, tan absolutamente adorables...


Pero no puedo dejar de recordar que para volver a este punto necesité la huida. ¿Cómo hago para que lo entiendan ellos? Con tres y seis años probablemente sea mucho pedir que comprendan mi necesidad de un poco de paz en casa, o un tiempo sólo mío, pero... ¿y qué si no lo entienden? ¡lo necesito igual!


Uffff, qué desahogo tan grande soltarlo todo... ¡gracias por la terapia! Ahora... vamos pa la calle!!



2 comentarios:

  1. Hola me siento totalmente identificada contigo, es agradable pensar que no sou un monstruo. Todo el curso esperando las vacaciones para estar mas tiempo (para mi casi es un castigo llevarlos a clase adoro que esten conmigo), y ahora hay dias que deseo tener guardia para ir a trabajar.
    berrileti@gmail.com

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  2. Te entiendo tanto... mi consuelo es pensar que pasara almenos in poco cuando la destete,que espero que sea pronto porque me tiene esclavizada

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